PLUMA INVITADA – La Importancia del Liderazgo en la Paradoja Panameña

Por Carlos A. Araúz G.
En la adultez, pocas cosas disfruto más que conversar con mi padre. Sin embargo, en las últimas semanas esos diálogos han estado teñidos de tristeza y frustración: hablamos de un país con todo para generar prosperidad, pero incapaz de garantizarle agua a su gente. Surge inevitable la pregunta: ¿estará la corrupción en nuestros cromosomas? A veces parece así. Resolverlo de un solo golpe es imposible, pero quizás la devoción por desarrollar modelos de liderazgo distintos sea la ruta hacia una salida gradual de la penuria.
Panamá es un oasis de crecimiento en una región marcada por la volatilidad. El optimismo, casi un espejismo, se entiende al revisar sus indicadores macroeconómicos: en 30 años, ningún país de la región ha crecido como Panamá, con un promedio anual de 5.8% del PIB. Esto lo coloca entre los tres primeros de Latinoamérica en PIB per cápita nominal. Por décadas ha sabido atraer inversión extranjera directa con gran destreza, creando polos de bonanza —Canal, puertos, logística, sector financiero— capaces de generar resultados positivos con relativa facilidad.
No obstante, tras esa fachada se esconde una paradoja: el crecimiento no se ha traducido en prosperidad compartida. La insatisfacción ciudadana es tan profunda que algunos ya consideran modelos políticos ajenos a la democracia. El verdadero déficit de Panamá, como suelo concluir con mi padre, no es económico sino de liderazgo.
El liderazgo solía definirse como la capacidad de un individuo para influir en un grupo y alcanzar un objetivo común. Hoy ha evolucionado: ya no se trata de “mando y control”, sino de inspirar y transformar. Un líder efectivo no solo gestiona tareas; construye confianza, desarrolla talento y transmite valores. Para que los modelos funcionen deben reposar en dos cimientos: integridad y ética.
La progresión necesaria va de ser una “persona ética” a convertirse en un “gerente ético”. No basta el carisma ni caer bien: se requiere crear espacios que fortalezcan el carácter y el compromiso de las personas. Cuando un líder se rige por valores sólidos, proyecta honestidad y genera confianza. Esa confianza reduce fricciones, aumenta la productividad y brinda estabilidad, que es la base de la inversión legítima y sostenible.
Los viejos jefes que medían el éxito solo en horas de trabajo y resultados financieros quedaron obsoletos. El liderazgo actual debe enfocarse en impacto humano, social y ambiental. Las calificadoras de riesgo ya valoran a las empresas según su responsabilidad social y sostenibilidad, premiando o castigando de acuerdo con sus prácticas.
Uno de los grandes vacíos que identificamos en nuestras tertulias familiares es la percepción de que el desarrollo sostenible de Panamá corresponde a un solo sector. El verdadero avance requiere colaboración virtuosa entre lo público y lo privado. Estas alianzas, aunque poderosas, también son un arma de doble filo: pueden financiar infraestructura y progreso, o convertirse en vehículos de corrupción.
El éxito depende de un liderazgo íntegro en ambas orillas. Transparencia, gobernanza sólida y gobierno digital son esenciales para que la sinergia sea productiva. Cuando la integridad guía la inversión en infraestructura y tecnología, se impulsa la competitividad y la prosperidad para todos. Cuando falla, la corrupción erosiona la confianza y perpetúa la desigualdad.
El caso Odebrecht ilustra de forma dolorosa lo que ocurre cuando el liderazgo fracasa. Durante más de una década, sobornos y sobrecostos devastaron la confianza pública. Según el Departamento de Justicia de Estados Unidos, entre 2001 y 2016 Odebrecht pagó US$788 millones en sobornos en doce países. En Panamá, los sobrecostos de proyectos con sobornos superaron el 70% de la inversión inicial, frente a apenas 5.6% en los proyectos limpios. Las pérdidas locales se estiman en más de US$2 mil millones.
Pero el daño no fue solo económico. La corrupción truncó vidas y sueños, privó a hospitales y escuelas de recursos, aumentó la deuda ciudadana y acentuó la desigualdad. En términos simples: se transfirió riqueza de los más pobres a las élites corruptas. Este despojo debilitó el tejido social y sembró un descontento que dificulta construir cohesión.
El desarrollo de Panamá no puede medirse solo por el PIB. La estrategia nacional debe incluir métricas de bienestar social, sostenibilidad ambiental y reducción de la desigualdad. El liderazgo holístico busca “el mayor beneficio para el mayor número de personas”, promoviendo inclusión y equidad.
Además, debe impulsarse un liderazgo distribuido: desde lo local hasta lo empresarial. Así se diversifica el riesgo de fallos individuales y se crea un ecosistema de liderazgo más resiliente. Solo en un entorno donde se cuestiona, fiscaliza y corrige, se evita que “manzanas podridas” tomen decisiones que benefician a pocos.
Mi padre y yo solemos terminar estas conversaciones con la misma reflexión: Panamá no alcanzará la prosperidad con más inversión o presupuestos millonarios, sino con un cambio drástico en su brújula moral. El timón debe estar en manos de líderes íntegros, holísticos y capaces.
El futuro del país depende de la calidad de su capital humano y de la dirección que este tome. Convertir el potencial en prosperidad compartida es posible, pero el viaje comienza —y termina— con líderes más humanos, más honestos y responsables.